NOV 162014 Pero no todos los eventos se convierten en símbolos profundos de una nación. Algunos alcanzan ese mérito porque ocurrieron en las coordenadas políticas, sociales, económicas y culturales, precisas. Algunos han sido olvidados porque sólo fueron símbolos pasajeros. La tragedia de Iguala está en ese proceso. Podría convertirse en un valiosísimo símbolo para la transformación del país. Pero ello dependerá del camino que sigan y las oportunidades políticas que construyan sus protagonistas. Existe el riesgo de que quede en una llamarada, en una cicatriz más del doloroso México contemporáneo, sin que pueda parir transformaciones verdaderas, como ha ocurrido en los casos de la guardería ABC, los muertos de San Fernando en Tamaulipas, o los muertos, vejados y extorsionados, de Michoacán. Hasta ahora la tragedia sólo ha construido indignación y sentimientos de solidaridad social, y en algunos sectores la indignación se ha transformado en ira, pero no hemos visto, más que marginalmente la construcción de acciones para la propuesta, para la transformación del México injusto que se denuncia. La tragedia de Iguala ha logrado ser el símbolo exitoso de un iracundo y generalizado ¡ya basta! de mayores alcances que el "estamos hasta la madre" del poeta Javier Sicilia o el "Si no pueden renuncien" de Alejandro Martí. Pero a diferencia de estos últimos, que pusieron a los gobernantes casi contra la pared, a pesar del poco apoyo popular, el caso de Iguala no ha logrado hasta ahora proponer o construir, por ejemplo en materia de derechos humanos, seguridad o educación una agenda a la que deba obligarse el gobierno. Sería una lástima que tanta indignación nacional se perdiera en solamente ataques de ira. Ataques de ira que ya están ahuyentando a ciudadanos que nunca han creído en la violencia. Creer que la mera existencia de la crisis es suficiente para precipitar el cambio es un grave error. No es la primera vez que México vive algo así. En 1994 hubo elecciones presidenciales el 21 de agosto. Pero el 1 de enero de ese año, fecha en que entraba en vigor el Tratado de Libre Comercio, el EZLN le declara al Estado mexicano la guerra y movilizaba militarmente a miles de indígenas bajo la bandera de "libertad, democracia, justicia y paz". México se convulsionó políticamente de pies a cabeza. Por si faltara algo el 23 de marzo es asesinado el candidato del PRI a la presidencia de la república, Luis Donaldo Colosio. Hasta los propios priistas creían con resignación que era el fin. ¿Quién votaría por un partido cuestionado por un movimiento armado, que denunciaba el olvido, el hambre, la insalubridad y la muerte de los pueblos indios de México? ¿Qué confianza electoral tendría un partido al que el imaginario popular culpaba de haber matado a su propio candidato? ¿Qué fortaleza podría mostrar un partido cuando cuadros como Jorge Carpizo, Secretario de Gobernación, amenazaba con renunciar por las presiones del partido gobernante para torcer el proceso electoral y Manuel Camacho Solís, el Comisionado para la Paz y la Reconciliación en Chiapas, le renunciaba a Carlos Salinas por sus abiertas discrepancias con Zedillo? ¿Cómo superaría el PRI la convocatoria moral del EZLN a la nueva Convención Nacional que sesionaría el 6, 7, 8 y 9 de agosto, apenas 12 días antes de la elección? Las oposiciones de entonces, que aún no se enlodaban como lo están ahora en el cieno de la corrupción y la delincuencia, creían que había llegado la oportunidad para la gran alternancia. Las cosas no ocurrieron así. La elección la ganaba sorpresivamente el PRI con una ventaja impresionante: el 48.6 % de los votos, contra el 25.9 % del PAN y el 16.5 % del PRD. Pero además reportándose una participación ciudadana muy superior a las elecciones previas. Si se revisa el historial de la elección además se encontrará que los actos de fraude donde los hubo no modificaban el resultado de la elección. Para cambiar este país, como la gran mayoría de los mexicanos queremos, para evitar que vuelvan a ocurrir tragedias como las de Iguala, ABC, San Fernando, Michoacán, y otras que en pequeña escala están ocurriendo en la geografía nacional, es oportuno transformar la tragedia de Iguala en el símbolo de la transformación política nacional, dándonos una nueva ética para el manejo de los asuntos públicos. Todos los indignados debemos pasar a la generación de la agenda del México que necesitamos. México debiera estar señalando con índice de fuego la inseguridad, la corrupción y la impunidad y ofrecer caminos para reedificar instituciones; al menos deberíamos estar proponiendo la transformación del incompetente sistema de justicia; al menos deberíamos estar empujando transformaciones del sistema político para eliminar los privilegios de la clase política y su afrentosa impunidad; al menos deberíamos estar imponiendo una agenda en donde los derechos humanos y garantías de los mexicanos sean la plataforma para replantear todas las reformas. La violencia es oro molido para quienes no quieren estos cambios, es la justificación precisa para endurecer y el alimento que la partidocracia necesita para alimentar el temor y deslegitimar socialmente las demandas por la tragedia de iguala, como ocurrió en 1994. Si no hay propuestas y acciones transformadoras de fondo, Iguala podría quedar sólo como una llamarada y perdería la fuerza simbólica que los mexicanos le han querido conferir con su ¡ya basta! ¡La historia no debe repetirse! |