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OCT
16
2014
Julio Santoyo Guerrero. Morelia, Mich. Si nuestra república debe poner el acento en la centralización o delegar facultades a las entidades federativas es un asunto tan viejo como la historia de la construcción del México independiente. En la tercera década del siglo XIX había quienes argumentaban que la naciente república debería ser necesariamente centralista, que no estaba preparada para que el poder se delegara en las entidades. La fuerte tradición virreinal, centralista en extremo, de casi trescientos años, había generado una herencia administrativa, y una cultura política que la seguía alentando.
Las figuras caudillescas que encabezaron una y otra vez todo tipo de asonadas, con su respectivo plan como estandarte, afirmaban la necesidad de concentrar el poder para imponer equilibrios de gobernabilidad. Hasta cierto punto la etapa de la república restaurada, con el triunfo sobre el imperio, sería uno de los momentos más alentadores en el proyecto de distribuir el poder hacia las entidades federativas en materia de gobierno y administración.
La revolución mexicana, no obstante haberse enderezado contra el autoritarismo porfirista y la extrema concentración del poder en su persona, no aniquiló el viejo vicio virreinal. La constitución de 1917 reivindica una república federal y una distribución democrática del poder. Sin embargo para efectos de política pública y administración los mecanismos que siguieron prevaleciendo fueron los centralistas. En el caso de la educación, el modelo bajo el cual se organiza por Vasconcelos en 1921 es eminentemente centralista. La justificación fue la escasez de los recursos, la pobreza recaudatoria de las entidades y la postración económica de los municipios.
Tuvieron que pasar más de 70 años para que pudiera hablarse de la necesidad de replantear el pacto federal en materia educativa. El contexto bajo el cual se hacía era la transición democrática del país y el cuestionamiento al omnímodo poder presidencial en los noventa. El paso que se dio, sin embargo, fue una gran impostura y resultó contraproducente. Se transfirieron facultades y responsabilidades a los estados pero no se transfirieron ni los dineros ni las normas. La excusa la buscaron en el artículo tercero: la educación debe seguir siendo nacional, dijeron. Este modelo simulado de federalismo educativo generó toda suerte de paradojas. Los estados podían resolver en materia de política educativa pero sin dinero fracasaban; tenían que resolver los conflictos laborales pero sin respaldo financiero del centro; pero el centro decidía políticas y eran casi las únicas que prosperaban.
En el marco de la reforma educativa y sin una valoración histórica del fenómeno, el ejecutivo y el legislativo dan marcha atrás al federalismo simulado entronizado en 1992 y centralizan con mayor vigor la administración del sistema educativo nacional. En la forma utilizan el mismo argumento del siglo XIX de que los estados no están preparados para un modelo de federalismo pleno. No valoraron que el esquema centralista no tiene ya ningún futuro en un país con 118 millones de habitantes, con un sistema educativo que debe tender a la democratización y a la atención de las demandas en el marco de lo local.
La opción no era volver a concentrar, la opción era construir un federalismo pleno, otorgando facultades y recursos a los estados y a los municipios para que las políticas públicas pudieran incluso rediseñarse en lo local con la actuación de la sociedad, pero respaldadas por los recursos públicos necesarios. Esa era la ruta de la democratización del poder, no la centralización que estimula el autoritarismo.
El centro se paralizará con el alud de problemas locales que no podrá resolver. Y no es profecía. Sólo la ceguera autoritaria no lo puede mirar.


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